Siento la necesidad de tomar a mi madre como ejemplo, y de respetarla; es cierto que en la mayoría de los casos mi madre es un ejemplo para mí, pero más bien un ejemplo a no seguir.

Las camas deshechas, la mesa del desayuno sin recoger, medio kilo de carne para el gato en la nevera, todo daba la impresión de que habíamos abandonado la casa atropelladamente. Pero no nos importaba la impresión que dejáramos, queríamos irnos, sólo irnos y llegar a puerto seguro, nada más.

Los argumentos que había aducido eran que hablar era propio de las mujeres, que intentaría moderarme un poco, pero que lo más probable era que la costumbre de hablar no se me quitara nunca, ya que mi madre hablaba tanto cómo yo, si no más, y que los rasgos hereditarios eran muy difíciles de cambiar.

Sí, es cierto, el papel es paciente, pero como no tengo intención de enseñarle nunca a nadie este cuaderno de tapas duras llamado pomposamente «diario», a no ser que alguna vez en mi vida tenga un amigo o una amiga que se convierta en el amigo o la amiga «del alma», lo más probable es que a nadie le interese.

El ser humano puede sentirse solo a pesar del amor de muchos, porque para nadie es realmente el más querido.

Respiramos el aire, miramos hacia fuera y sentimos que era algo que no había que interrumpir con palabras.

Para alguien como yo es una sensación muy extraña escribir un diario. No sólo porque nunca he escrito, sino porque me da la impresión de que en el futuro, ni a mí ni a ninguna otra persona le interesarán las confidencias de una colegiala de trece años.

Es un milagro que yo no haya abandonado aún todas mis esperanzas, puesto que parecen absurdas e irrealizables. Sin embargo, me aferro a ellas, pese a todo, porque sigo creyendo en la bondad innata del hombre.