Cuando se trata de ver morir a un ser amado, uno siente, al margen del terror que causa el espectáculo de la destrucción, algo así como un desgarramiento interior (…) Esta herida del alma mata o se cicatriza como una herida ordinaria, pero permanece siempre sensible y supura al menor contacto afectivo.
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EN MICASO NO PARA DE SUPURAR