Qué difícil, Eduardo, es arrancarte de ti. Con qué te-
           nacidad persistes en tu insolencia, en tu subordi-
           nación.

Y te aferras a lo que dices, aunque exponga tu su-
           ciedad, áurea, porque no hay descalabro más be-
           nigno, y porque, ante el agravio de la soledad y la
           querella del tiempo, lo que dices, Eduardo, apa-
           cigua el tiempo.

Dices que esta noche has pensado en ella, siendo ella
           otra, cualquiera, tú; siendo muchas, nadie, sien—
           do nunca.

La mano oye también, Eduardo: la rigurosa soledad
           de este trazo que conduce de tu sombra a tu nombre,
           con la abulia del sol, con la mudez de los días.

Dices para callar. O para que no te pregunten. (O
         para no preguntarte tú: te sorprendería la respuesta
         que ya conoces).

La palabra se pospone: su violencia es su ocultación.

Dices que el agua que bebes se transforma en tinta,
          pero que la tinta, después, se convierte en lava.